El sistema penitenciario boliviano atraviesa una profunda y compleja crisis, manifestada en una serie de deficiencias estructurales y operativas. Un ex director nacional del Régimen Penitenciario ha señalado que el país registra anualmente entre treinta y treinta y cinco fugas de reclusos, una cifra que evidencia la fragilidad de la seguridad interna. Una de las principales críticas radica en que, a diferencia de la mayoría de las naciones, las cárceles bolivianas aún se encuentran bajo control policial, en lugar de ser gestionadas por personal civil especializado.
Esta situación contraviene recomendaciones internacionales fundamentales. Tras la Segunda Guerra Mundial, la Organización de las Naciones Unidas estableció que la administración de las instituciones gubernamentales no debería recaer en personal uniformado, una directriz que busca evitar la concentración de poder y garantizar la gobernanza civil. En este contexto, se sugiere que el rol de las fuerzas del orden se limite a la seguridad perimetral de los centros penitenciarios, dejando la gestión interna a expertos en administración penitenciaria.
La gravedad de la situación se hizo palpable recientemente con la evasión de dos internos de un penal capital, quienes lograron descender de un muro utilizando una cuerda. Este incidente, captado por testigos y ampliamente difundido, generó una considerable alarma pública. De hecho, en lo que va del año, se han contabilizado al menos catorce fugas de reclusos en diversas prisiones del país, de las cuales solo ocho han resultado en recapturas.
Expertos en la materia indican que estas fugas no son incidentes espontáneos, sino que a menudo revelan un alto grado de planificación, organización y logística. Los métodos empleados, como el uso de cuerdas o sábanas con nudos especializados, sugieren la participación de grupos coordinados. Esta recurrencia de escapes no solo socava la seguridad pública, sino que también intensifica el temor de las víctimas, quienes frecuentemente viven bajo amenazas, y contribuye a una generalizada sensación de impunidad.
La falta de control y vigilancia efectiva dentro de los recintos penitenciarios es un problema persistente. Se ha documentado la realización de fiestas, el ingreso irregular de personas y una aparente desinformación de las autoridades sobre los movimientos internos. Un estudio nacional sobre los centros penitenciarios reveló que sustancias ilícitas, alcohol, teléfonos móviles y objetos prohibidos, como armas blancas, ingresan principalmente por la puerta principal, la cual está bajo supervisión policial.
Una preocupación particularmente grave es la situación de las menores de edad dentro de las cárceles. Se ha denunciado que estas jóvenes son inducidas a prácticas sexuales, resultan embarazadas y se convierten en víctimas de redes delictivas. Ante esta realidad, se ha instado a prohibir no solo el ingreso de niños, sino también de adolescentes a estos recintos, advirtiendo sobre el daño irreparable que se inflige a la niñez y juventud del país. La presencia de prostitución en algunos penales es un hecho lamentable, y se ha sugerido que las fuerzas policiales estarían involucradas en la recaudación de dinero por el ingreso de estas personas. Además, se han reportado pagos de hasta tres mil dólares por mejores condiciones carcelarias, lo que evidencia un sistema operando bajo reglas informales y sin una reglamentación clara.
Otro desafío estructural es el uso excesivo de la detención preventiva. La práctica de llenar las cárceles con individuos que aún no han sido condenados vulnera el principio constitucional de presunción de inocencia. Se han propuesto alternativas más eficientes y menos costosas, como los controles domiciliarios mediante llamadas telefónicas o visitas sorpresa, lo que contribuiría a aliviar la sobrepoblación carcelaria.
La ausencia de una clasificación adecuada de los reclusos es un factor agravante. Personas privadas de libertad por delitos menores conviven con criminales de alta peligrosidad, lo que puede generar un efecto de contagio criminal. Esta mezcla indiscriminada tiene el potencial de transformar a individuos sin antecedentes violentos en agresores, pues un delincuente que ha cometido un delito grave, como un asesinato, puede compartir espacio con alguien detenido por una falta menor, sin que exista una separación basada en la naturaleza de sus delitos