Una exhibición de precisión inquebrantable y maestría estratégica caracterizó la actuación del tenista italiano, quien finalmente se impuso a su rival español en una final memorable. El español, a pesar de su habitual confianza en el factor humano, experimentó una jornada en la que su destreza habitual no se materializó. En un momento clave del tercer set, el propio jugador español reconoció la superioridad de su oponente desde el fondo de la pista, mientras el italiano ejecutaba con una frialdad casi mecánica cada movimiento necesario para desarticular el juego de su adversario.

A pesar de haber ganado el primer parcial, el español nunca logró establecer un dominio real sobre el encuentro. Fue el italiano quien, desde la línea de fondo, dirigió el ritmo del partido, moviendo la pelota de lado a lado con una colocación milimétrica y una precisión quirúrgica. Este era el escenario que había visualizado, el plan trazado junto a su equipo técnico para resarcirse de lo acontecido en París.

Para materializar esta victoria, se requerían dos condiciones esenciales: que el español no alcanzara su nivel más extraordinario y, fundamentalmente, que el italiano hubiera superado el impacto de los tres puntos de partido fallados en Roland Garros. Él mismo había afirmado en la previa haberlo logrado, y a lo largo de las tres horas y tres minutos que duró la final, demostró la veracidad de sus palabras.

La experiencia de París, lejos de estancarlo, sirvió como un catalizador para su mejora, una característica distintiva de los grandes competidores. Lo esperado, tras perder un primer set en el que había estado 4-2 arriba y en el que el español encadenó cuatro juegos consecutivos, habría sido un desmoronamiento psicológico, reviviendo los fantasmas de hace apenas cinco semanas.

Sin embargo, esta versión del italiano es notablemente distinta: más madura, con un estilo de juego predecible, pero igualmente desafiante de contrarrestar. Su ejecución es comparable a la de atletas de élite cuyas jugadas distintivas, aunque anticipadas, resultan casi imposibles de defender.

El español, en un momento de frustración, admitió a su equipo que haga lo que haga, le va a entrar, rindiéndose ante el liderazgo de un tenista que, en los octavos de final, estuvo al borde de la eliminación frente a Grigor Dimitrov, pero que utilizó esa adversidad como combustible.

En el segundo y tercer set, desplegó el mejor tenis de su carrera sobre hierba. Su saque fue impecable, obteniendo más del 70% de los puntos con su primer servicio y concediendo un único punto de quiebre en esos parciales. Este, al igual que la mayoría de las situaciones críticas que enfrentó, fue salvado. Esto incluyó dos pelotas de rotura que surgieron con un 4-3 en contra en el tercer set, un instante en el que la pista central albergó la esperanza de otra remontada inverosímil.

Con una templanza notable, el italiano salvó el 15-40 con un segundo saque ajustado a la línea, y la segunda oportunidad fue desaprovechada por el español con un golpe deficiente. En los momentos de mayor presión, cuando más se necesitaba la contundencia del murciano, esta no apareció. Aquel no era su día; era el día del italiano.

Este triunfo lo convierte en el primer italiano en conquistar Wimbledon, el primero en superar al español en una final de Grand Slam, y lo consolida como el mejor jugador del momento sobre hierba, la última superficie que le quedaba por dominar. Con esta victoria, suma ya cuatro títulos de Grand Slam, habiendo triunfado en Australia, Nueva York y Londres. Solo le resta Roland Garros, donde estuvo a un punto de la gloria

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