Hace aproximadamente quinientos años, en el contexto de la conquista de los pueblos prehispánicos, los exploradores españoles desplegaron una herramienta de guerra que infundía un terror comparable al de sus espadas, ballestas, cañones y caballería: los perros.
Desde Europa, la Corona española introdujo ejemplares de razas imponentes, como el alano español o el bullenbeisser alemán. Estos animales no solo servían para la protección y vigilancia de misiones y asentamientos, sino que eran activamente utilizados en operaciones ofensivas contra las poblaciones indígenas. En la campaña contra el Imperio inca, por ejemplo, los canes se integraron en una estrategia destinada a aterrorizar a los habitantes locales. Aunque las comunidades andinas conocían razas de perros más pequeñas y dóciles, la visión de jaurías con un instinto agresivo y una imponente presencia física les causó un profundo asombro.
El empleo de perros en la guerra implicaba una logística detallada, que abarcaba desde la selección de su tamaño y su riguroso entrenamiento hasta la figura del aperreador, el soldado específicamente encargado de su manejo. Esta faceta de la conquista, aunque menos documentada en la literatura histórica y el arte de la época, ha sido objeto de estudio reciente. Un ejemplo es la novela Tierra de canes, que sigue la trayectoria de uno de estos aperreadores durante la campaña española en Perú, explorando la compleja relación entre el hombre y el animal en un contexto bélico.
La investigación sobre este tema ha revelado detalles fascinantes a través de crónicas de la época, como las de Juan de Betanzos o Bartolomé de las Casas. Estos cronistas españoles, quienes se adentraron en las culturas indígenas y documentaron los abusos de la conquista, mencionaron la presencia de estos perros y sus características, incluso describiendo cómo llegaron a localidades como Tumbes y el devastador impacto que tuvieron en la población existente.
Entre los canes más célebres de la conquista se encuentran Leoncico, un alano español que acompañó al líder militar Vasco Núñez de Balboa, y Becerrillo, padre de Leoncico, que sirvió bajo el mando de Juan Ponce de León en sus expediciones por la isla La Española y lo que hoy es Puerto Rico. La conexión entre algunos de estos perros y sus aperreadores era notable. Existen relatos que describen la profunda relación, como la de Vasco Núñez de Balboa con Becerrillo, quien, según se cuenta, se reservó el privilegio de ser el primero en contemplar el océano Pacífico, y lo hizo en compañía de su fiel can, dejando atrás a sus oficiales y tropas. Este vínculo subraya la importancia que se les otorgaba a estos animales en las primeras décadas del siglo XVI, durante la exploración y el dominio de los territorios americanos.
Los perros no solo fueron un arma de guerra, sino también un instrumento de castigo. En la exploración de la Amazonía, se estima que los españoles llegaron a movilizar hasta dos mil perros. Francisco Pizarro, líder de la incursión que culminó con el sometimiento del Imperio inca, los utilizó estratégicamente en puntos clave como Tumbes. Ante la limitada disponibilidad de caballos y la incipiente tecnología de las armas de fuego de la época, los perros llenaban un vacío táctico, penetrando donde otras armas no podían. Los aperreadores los lanzaban contra poblaciones indígenas que no estaban familiarizadas con la magnitud y el entrenamiento ofensivo de estas razas europeas. La percepción de los nativos era que se enfrentaban a criaturas gigantescas, casi leoninas, cuya función primordial era la guerra.
El uso de jaurías no se limitó al avasallamiento del Imperio inca, sino que fue una práctica extendida en el Caribe, Centroamérica y Mesoamérica, incluyendo el pueblo mexica. Se emplearon para amedrentar la resistencia indígena e infligir severos castigos. Documentos históricos del siglo XVI registran casos como el de Coatle de Amitatán, sentenciado a morir aperreado y quemado por prácticas consideradas idolatrías y por no adherirse a la doctrina cristiana. Las propias narrativas de los pueblos originarios de lo que hoy es México, preservadas en lenguas como el náhuatl, describen a estos perros como muy, muy grandes, con ojos como de brasas y manchas como de jaguar, una vívida imagen de su ferocidad. La representación de la violencia en estas historias, aunque cruda, es a menudo equilibrada para permitir una comprensión histórica sin abrumar al lector.
Una vez consolidado el dominio sobre los territorios y poblaciones, la utilidad principal de los perros comenzó a disminuir. Paradójicamente, se convirtieron en un problema para los propios españoles. Con la necesidad de mano de obra, incluida la esclavizada, diezmar aún más a las poblaciones indígenas dejó de ser una estrategia deseable. La presencia y agresividad de los perros, que a menudo formaban jaurías salvajes, se volvió un inconveniente, llegando a atacar tanto a españoles como a indígenas. La Corona en España emitió ordenanzas solicitando a los mandos en América que se deshicieran de los perros para evitar mayores conflictos.
Sin embargo, el vínculo forjado entre los aperreadores y sus perros a lo largo de años de batallas era profundo, lo que dificultó el cumplimiento de las órdenes reales. Para muchos de estos soldados, era impensable abandonar a sus compañeros caninos. Con el tiempo y la consolidación del control español, los perros perdieron su carácter de arma de guerra. El recuerdo de su papel fundamental en el sometimiento de los pueblos indígenas se fue desvaneciendo, y su función se transformó paulatinamente hacia el resguardo y el acompañamiento, dejando que solo algunos nombres, como Becerrillo o Leoncico, perduraran en la memoria colectiva

